14. Jugando al escondite
Bárbara volvió la cabeza para mirar intencionadamente el
original Gaveau-Érard de media cola, del siglo XIX, en maderas
nobles de cedro y caoba, que sus anfitriones acababan de comprar
simplemente para sorprenderla. El piano había sido adquirido
apenas un mes antes por don Casimiro que, sospechando el
posible regreso de Bárbara a la familia, había pagado por él
veinte mil euros a un prestigioso afinador y restaurador de
antiguas joyas instrumentales de teclado. Aunque Bárbara lo
había visto nada más entrar en el salón, que con la presencia
del ornamental instrumento había ganado ostensiblemente
en su decoración, no se había atrevido a hacer referencia
alguna al respecto. Este era el momento, la ocasión de librar
el fuerte deseo reprimido interpretando varios temas en tan
magnífica pieza de coleccionista. Don Casimiro, animado por la mirada embelesada de su asombrada invitada, se apresuró
a solicitar su música:
—Anda hija, que la boca se te hace agua —dijo preparándole la aterciopelada banqueta.
—Es toda una obra de arte —añadió con la mirada
perdida—. Bello por dentro y por fuera —concluyó tras
deslizar con soltura y habilidad los dedos en un vertiginoso
y vivace arpegio ascendente.
En los últimos tres años su técnica al piano se había resen-
tido notablemente. La agitada vida como empresaria la había
obligado a detener el último tramo de sus estudios superiores
de piano. Con su titulación completa de piano había alcanzado
una depurada técnica, siendo capaz de interpretar obras de
considerable envergadura incluso de memoria. Bárbara aspiraba
a seguir avanzando hasta alcanzar un nivel de virtuosismo con
las habituales seis horas diarias de interpretación de antaño;
pero su imprevisto ascenso económico la había obligado a
reducir drásticamente su tiempo al piano. En ocasiones solo
podía permitirse tocar varios días a la semana; algo impensable
un tiempo atrás. Aunque su nivel de interpretación se había
estancado y mermado claramente, había procurado mantener
un buen número de temas siempre frescos y preparados para
ser interpretados en cualquier situación. Para salir siempre
airosa, sabía que con la escasa dedicación que podía ofrecerle
al piano, últimamente sólo podría interpretar temas de nivel
intermedio o básico que, pudiendo ser memorizados con
relativa facilidad, no la pondrían en un aprieto. Comenzó
interpretando el Vals no 2 de la Suite de jazz no 2 de Dimitri
Shostakovich. La ejecución resultó tan buena que hasta ella
misma se sintió animada a seguir con otra pieza, pero antes
de continuar, alzó la vista para mirar con ternura a Teodora,
que emocionada por la música se encontraba echada contra la
pared, escondida tímidamente detrás de la puerta de entrada al salón. Bárbara le hizo un gesto para que se acercase, pero
justo cuando la chica iba a entrar, doña Adela la interceptó
con una mirada felina:
—¿Dónde vas? ¿Es que no tienes nada que hacer?
Teodora retrocedió rápidamente, perdiéndose por el lúgubre
pasillo como una trémula sombra.
—Pero mujer, deja a la chiquilla que se acerque. ¿No tiene
derecho a escuchar música? —le recriminó don Casimiro
visiblemente contrariado.
—¡El chocolate no se hizo para las burras! —gritó doña
Adela indignada—. Anda hija tócate otra de esas que a mí me
gustan —concluyó abandonando su asiento hasta acercarse a
Bárbara y darle un fuerte arrumaco (La diosa del ladrillo, págs. 361-362).
No hay comentarios:
Publicar un comentario