La diosa del ladrillo

martes, 2 de febrero de 2016

14. Jugando al escondite (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

14. Jugando al escondite

Bárbara volvió la cabeza para mirar intencionadamente el original Gaveau-Érard de media cola, del siglo XIX, en maderas nobles de cedro y caoba, que sus anfitriones acababan de comprar simplemente para sorprenderla. El piano había sido adquirido apenas un mes antes por don Casimiro que, sospechando el posible regreso de Bárbara a la familia, había pagado por él veinte mil euros a un prestigioso afinador y restaurador de antiguas joyas instrumentales de teclado. Aunque Bárbara lo había visto nada más entrar en el salón, que con la presencia del ornamental instrumento había ganado ostensiblemente en su decoración, no se había atrevido a hacer referencia alguna al respecto. Este era el momento, la ocasión de librar el fuerte deseo reprimido interpretando varios temas en tan magnífica pieza de coleccionista. Don Casimiro, animado por la mirada embelesada de su asombrada invitada, se apresuró a solicitar su música:
—Anda hija, que la boca se te hace agua —dijo preparándole la aterciopelada banqueta.
—Es toda una obra de arte —añadió con la mirada perdida—. Bello por dentro y por fuera —concluyó tras deslizar con soltura y habilidad los dedos en un vertiginoso y vivace arpegio ascendente.
En los últimos tres años su técnica al piano se había resen- tido notablemente. La agitada vida como empresaria la había obligado a detener el último tramo de sus estudios superiores de piano. Con su titulación completa de piano había alcanzado una depurada técnica, siendo capaz de interpretar obras de considerable envergadura incluso de memoria. Bárbara aspiraba a seguir avanzando hasta alcanzar un nivel de virtuosismo con las habituales seis horas diarias de interpretación de antaño; pero su imprevisto ascenso económico la había obligado a reducir drásticamente su tiempo al piano. En ocasiones solo podía permitirse tocar varios días a la semana; algo impensable un tiempo atrás. Aunque su nivel de interpretación se había estancado y mermado claramente, había procurado mantener un buen número de temas siempre frescos y preparados para ser interpretados en cualquier situación. Para salir siempre airosa, sabía que con la escasa dedicación que podía ofrecerle al piano, últimamente sólo podría interpretar temas de nivel intermedio o básico que, pudiendo ser memorizados con relativa facilidad, no la pondrían en un aprieto. Comenzó interpretando el Vals no 2 de la Suite de jazz no 2 de Dimitri Shostakovich. La ejecución resultó tan buena que hasta ella misma se sintió animada a seguir con otra pieza, pero antes de continuar, alzó la vista para mirar con ternura a Teodora, que emocionada por la música se encontraba echada contra la pared, escondida tímidamente detrás de la puerta de entrada al salón. Bárbara le hizo un gesto para que se acercase, pero justo cuando la chica iba a entrar, doña Adela la interceptó con una mirada felina:
—¿Dónde vas? ¿Es que no tienes nada que hacer?
Teodora retrocedió rápidamente, perdiéndose por el lúgubre pasillo como una trémula sombra.
—Pero mujer, deja a la chiquilla que se acerque. ¿No tiene derecho a escuchar música? —le recriminó don Casimiro visiblemente contrariado.
—¡El chocolate no se hizo para las burras! —gritó doña Adela indignada—. Anda hija tócate otra de esas que a mí me gustan —concluyó abandonando su asiento hasta acercarse a Bárbara y darle un fuerte arrumaco (La diosa del ladrillo, págs. 361-362).

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