La diosa del ladrillo

martes, 26 de enero de 2016

13. Amores que matan (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

13. Amores que matan


"Loles quedó consternada al saber de la existencia de una grabación que recogía su intensa relación sexual con don Leocadio en la mesa de plenos del ayuntamiento. No podía dar crédito ante un acto que ella había creído auténtico y puro por parte de su efímero amante. Entró en un estado de histeria, con extrañas convulsiones que obligaron a las tres mujeres de la casa a acompañarla a un dormitorio para tumbarla en la cama y tratar allí de calmarla.
—Tranquilízate, hija, que nadie va a saber nada —le prometió doña Rita mientras le pasaba un paño húmedo por la frente.
—Nosotras nos encargamos de todo. Esa cinta va a desaparecer. Te lo prometo —añadió Carla visiblemente indignada. —Y yo que había llegado a confiar en él, incluso a quererlo

—balbució con voz empañada.

—Tiene delito que a tu edad te fíes de un tío de esa calaña

hasta ese punto —le recriminó Bárbara.

—Déjala, hija, que el amor es así. Además, algo bueno

ha quedado —añadió doña Rita.

—Habrá que ver el lado positivo. Por una vez en tu vida

tienes premio —dijo Carla desplegando una amable sonrisa y acariciándole la barriga.
—Mal rayo lo parta, so canalla. No le basta con hacerme un hijo sino que además tiene que airearlo —espetó Loles a media voz—. Pero no lo voy a perder, este ha sido el mejor regalo que me ha podido tocar en toda mi vida. Mi lotería —concluyó abriendo los ojos tímidamente. 
—Te ha tocado la lotería, por eso tienes que estar tranquila, que el décimo no se rompa ahora que tiene premio —afirmó doña Rita besándola en la frente.
Una vez que Loles logró restablecerse del sobresalto, convinieron en tender una encerrona a don Leocadio. La idea era que ella misma estableciera un acercamiento para hacerle creer que estaba enamorada y dispuesta a dejarlo todo por él. La trama no podía demorarse, puesto que don Leocadio estaba a punto de hacer más de cien copias de la grabación para mandarlas por correo a los domicilios de un buen número de vecinos cuidadosamente seleccionados. Loles empezó a verse semanalmente con don Leocadio en un hotel del centro de la ciudad. Para su marido eran visitas obligadas al ginecólogo, argumentando su avanzada edad para la gestación. En todos estos encuentros volvió a haber sexo y ambos quedaron atrapados en una intensa relación de pasión que sólo podía conducir a una enfermiza confusión. Loles llegó a perdonarle el maléfico plan que le tenía guardado con la grabación, del que ambos incluso hablaban con la tranquilidad de saber que había quedado en agua de borrajas." (La diosa del ladrillo, págs. 310-11).


sábado, 16 de enero de 2016

12. Al paredón (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

12. Al paredón


«El Raimundo miraba con expresión de júbilo a la apelmazada audiencia que tenía a escasos metros del estrado donde él y sus concejales, sentados cómodamente ante la mesa presidencial, esperaban dar comienzo al ansiado pleno. Los tres miembros de la oposición habían rechazado sentarse en la mesa adya- cente, con lo que permanecían sentados en la primera fila de butacas, entre los asistentes, junto a un don Leocadio con cara de pocos amigos e impaciente por provocar en la sesión la mayor ofuscación y anarquía posibles. Se acercaba la hora determinada, las ocho y media de la noche, y el Raimundo dio unos enérgicos golpes con su índice al micrófono para comprobar la disponibilidad del mismo, continuando con unos repetidos y musicales «síes» como si estuviera afinando la voz para cantar con un grupo musical. El tronido de su voz, seca y aflautada, le hizo sentirse seguro, trasladándole a sus gloriosos tiempos de concejal de festejos del pueblo, a aquellos tiempos en los que se subía al destartalado remolque agrícola del tractor sobre el que se colocaba el conjunto musical para amenizar las fiestas patronales y que él frecuentaba, tanto como encargado de dar los avisos pertinentes sobre las actividades del día siguiente como para proclamar a las reinas de las fiestas y a sus respectivas damas de honor o anunciar o notificar cualquier estupidez u ocurrencia que le hiciera subir allí arriba, sobre la chapa crujiente, para sentirse también el rey del pueblo durante los tres días de duración de la feria. Para él este acto era lo mismo, incapaz de advertir el diferente calado y su mayor trascendencia. Ahora en vez de verse en el descolorido y abollado remolque del viejo tractor, se encontraba en una tarima, en una plataforma que le sabía a pedestal y tribuna donde sólo los mejores, los más poderosos y los más importantes tenían un sitio. Él además estaba en medio; era el jefe, era el alcalde. Por fin le había llegado el día, la hora y la oportunidad de poder lucirse ante una audiencia tan multitudinaria.
—Para que luego digan que este pueblo no suena y que uno no es «nadie» —masculló al oído de su más inmediato concejal, el de medio ambiente, Telesforo, que aterido de miedo permanecía rígido como una estatua de yeso» (La diosa del ladrillo, pág. 285). 


Presentación de la novela "La diosa del ladrillo" (17.12.15)

martes, 12 de enero de 2016

11. Bramidos Baldíos (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

11. Bramidos baldíos

«—Si yo no quería ser alcalde. Fueron los demás los que me pusieron a mí y quitaron al Macario —se apresuró a replicarle desde el asiento.
—¡Que tú no querías! Nadie quiere ser alcalde hoy día —le espetó mientras se encendía el habano—. Y seguro que hasta te habrán tenido que suplicar de rodillas que aceptaras el cargo antes de robárselo al Macario.
—Tú no lo sabes bien —afirmó con absoluto convencimiento—. Además no aceptaban el no, tenía que decirles que sí a la fuerza. Y aquí me tienes, contra mi voluntad —añadió con gesto resignado.
Don Leocadio permaneció en silencio durante unos segundos. Parecía estar centrado en profundas cavilaciones mientras miraba detenidamente la tarjeta de George Norton y la guardaba en su brillante cartera de piel legítima de cocodrilo australiano. Se acercó lentamente al Raimundo rodeando la mesa, hasta agacharse ante su sillón y echarle una enorme bocanada de humo en la cara. Sin mediar palabra alguna y, de sopetón, volcó el sillón con su esmirriado ocupante hacia atrás. El Raimundo permaneció en el suelo aterrorizado. Don Leocadio abrió el cajón del escritorio y sacó la caja de puros con las tarjetas de invitación, que el alcalde acababa de guardar y él había decidido llevarse. El Profesor se acercó al escritorio y, abriendo la caja de puros para invitados, los sacó todos y se los metió apresuradamente en los bolsillos de los pantalones y de la chaqueta, mientras don Leocadio volvía a acercarse al Raimundo para comprobar su estado, propinándole suaves puntapiés en los hombros para obligarle a levantarse del suelo. Ante la reacción negativa del Raimundo, que prefería seguir tumbado, don Leocadio le colocó el pie derecho sobre el gaznate y, desabrochándose la bragueta, le fue descargando un entrecortado, rojizo y lento chorro de ardiente orina sobre la cara».  (La diosa del ladrillo, pág. 248).



domingo, 10 de enero de 2016

10. Santa Mónica (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

10. Santa Mónica.


Don Macario volvió a retreparse en el asiento y comenzó a resoplar con fuerza, estirando los brazos y pataleando bajo la tapa de la mesa en actitud jocosa. Por fin se quedó en silencio para ojear durante varios minutos el proyecto que tenía sobre la mesa.
—Es que no es fácil meter una urbanización de tanto lujo y con un campo de golf y dos piscinas en este pueblo. Eso sería cargarse la vega tan virgen que tenemos aquí en la misma falda de Sierra Nevada. Mi gente va a decir que no, por mucho que vosotros digáis que va a cuidar del medio ambiente y del pueblo. Pero si por mí fuera... —afirmó comiéndosela con los ojos.
—Usted pida o nos vamos a otro sitio, así de claro. Yo había colocado a su pueblo en el número uno de la lista. Si nos vamos al número dos, no me volverá a ver más. Los demás de la lista están como locos esperando a que ustedes digan que no —amenazó Bárbara con un tono de serena convicción. 
—¿A qué te refieres exactamente, hija, cuando dices que yo pida? —preguntó asustado.


—Pues muy claro: si usted convoca un pleno con la mayor celeridad posible y lo aprueban, usted recibirá un millón de euros en efectivo para gastarlos o invertirlos como usted quiera —dijo Bárbara desplegando una sonrisa para rebajar la tensión del momento—. Claro, a modo de obsequio por todo el bien que usted ha venido haciendo por este pueblo y esta gente. Porque su buena gestión es lo que ha dado lugar a que nosotros nos hayamos fijado en su pueblo.


—Mejor háblame de tú, sí tutéame y habla callando, por favor —le pidió don Macario con la mirada perdida en el documento—. Bueno, pero la gente se puede enterar si alguien se va de la lengua —susurró.
—¿Usted se lo va a decir a alguien?
—¡Yo no! —gritó nervioso—. La gente es muy mal pensada y muy envidiosa —susurró, dirigiendo la mirada hacia la puerta—. Tú no sabes cómo se las gastan aquí. Tienen muy mala leche estos catetos. Tú no sabes los encajes de bolillos que tengo que hacer para controlarlos a todos.
—Pues a nosotros nos interesa menos que a usted que esto salga a la luz.
—Ya. Ya. Si yo creo que eso le vendría bien al pueblo. La gente está tan cerrada de mente por eso, porque no ha crecido urbanísticamente —dijo convencido—. Bueno ¿Y cómo iría eso del aguinaldo? —le susurró alzándose en el sillón para acercarle el oído (La diosa del ladrillo, pág. 223)


viernes, 8 de enero de 2016

9. Desquite binario (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

9. Desquite binario

—¿Qué estás insinuando? —le preguntó acercándose a ella—. ¡Oye, sudaca de mierda, que esta casa es muy decente! —le gritó alzando y agitando amenazadoramente el brazo derecho.
—Ya hace años que usted y esta casa dejaron de ser decentes, los mismos que hace que usted lleva sin cambiar esas viejas y cochambrosas puertas para poder mirar por el ojo de la cerradura los grandes shows de su hijito, que a saber, igual antes también era espectadora de los de su marido —le replicó Valentina con una entereza que puso aún más nerviosa a doña Adela.
—¿Pero cómo te atreves, so putón verbenero? —le replicó doña Adela inclinándose hasta echarle el aliento en su cara con una mirada intimidatoria—. Coge tus cosas ahora mismo. ¡Fuera de esta santa casa! —le gritó acercándose al armario, abriendo las puertas y arrojando algunas de sus ropas al suelo.
—Haga el favor de poner mis cosas ordenadas y bien puestas donde estaban o la denuncio antes de hora. Porque este hijo que llevo dentro es su nieto y va a nacer, y si no nace, diré que su hijo me estuvo maltratando y violando durante todo este tiempo.
—¡Ay! ¡Paquitín! ¡Cógeme, que la mato! —exclamó fuera de sí, elevando y moviendo ambos brazos hacia Valentina en actitud de inminente refriega.
Paquitín la rodeó de la cintura con ambos brazos y doña Adela comenzó a patalear con rabia. Logró dar un fuerte puntapié al taburete, fastidiándose el dedo meñique del pie derecho.
—¡Ay, Virgen de las Angustias bendita! Si por culpa de esta pelandusca que ha deshonrado esta santa casa, hasta me habré partido el pie —exclamó doña Adela rompiendo a llorar amargamente.
—Mamá, tranquilízate, por favor —le suplicó Paquitín abrazándose fuertemente a ella.
—¡Fuera de aquí! ¡Choriza! ¡Canalla! Que le has buscado la ruina a una buena familia cristiana y española —bramaba doña Adela entre sollozos—. Te trajimos de tu país donde estarías ahora muerta de hambre y puteando y mira cómo nos pagas. ¡Chusma! ¡So chusma! Que es lo que sois todas las sudacas —concluyó conforme Paquitín, abrazado a ella, la iba sacando de la habitación hacia el pasillo» (La diosa del ladrillo, págs. 205-206).



jueves, 7 de enero de 2016

8. Máscaras translúcidas (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

8. Máscaras translúcidas.

«Bárbara era la atracción sorpresa del banquete; bajo el nombre de Nefertiti había acudido a amenizar la parte final del ágape. Su show, preparado por la agencia de espectáculos Hyperión, debía comenzar cinco minutos antes del corte de la tarta nupcial. La duración estimada era de aproximadamente quince minutos, en los que tenía que exhibir el más intenso lirismo. Contaba con la música de fondo del Aria de la Suite no 3 en re mayor de Bach. Allí estaba Bárbara, únicamente envuelta en el body painting que, allí mismo, entre bastidores, dos horas antes, le acababa de realizar su íntima amiga e incipiente pintora madrileña Soledad Ferrera, aprovechando su paso por Granada para inaugurar una exposición de desnudos femeninos. El body painting, compuesto de específicos pigmentos de Max Factor, había resultado toda una obra de arte que, sin embargo, no ocultaba el comprometedor medio real sobre el que se extendía: su escultural silueta femenina como lienzo. Consiguió el esplendor del más bello desnudo escultural, logrando acentuar un fascinante erotismo de tentadoras sugerencias. Los únicos atavíos eran sus transparentes zapatos de tacón —delicada recreación de cristal de Swarovski—, la negra máscara veneciana que le cubría todo el rostro, y la flauta travesera que le servía para simular la interpretación de la música de fondo, acompañada de sus cadenciosos y firmes contoneos en una lánguida marcha entre las mesas de los boquiabiertos comensales» (La diosa del ladrillo, pág. 185). 


7. Sucesión y destino (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

7. Sucesión y destino


«Don Leocadio llevaba muchos años divorciado y Bárbara seguía soltera. Curiosamente, ni doña Rita ni Bárbara pusieron objeción alguna al enlace, toda vez se aclarase que sólo se trataba de una simple fórmula jurídica para facilitar a don Leocadio el acceso a sus cuentas y a su parte del botín. Ya tenía demasiado dinero negro escondido en su sede central, en Don Leocadio, en cajas de seguridad de distintos bancos, además de una importante suma de dinero esparcida en bolsas de basura cubiertas de aluminio, debajo del césped artificial del inmenso jardín de Don Leocadio. No sabía dónde sembrar otros seis millones de euros. La idea del matrimonio civil, salida de la cabeza del abogado, era genial, aunque don Leocadio llevaba soñándola desde el día que conoció a Bárbara, hacía ya cuatro años. El acuerdo matrimonial vinculaba en bienes gananciales la cuenta de Caja Granadina, que a efectos reales no podría tocar Bárbara sin su consentimiento, y una de las dos villas de lujo de Marbella, valorada en dos millones de euros. La segunda villa, valorada en cinco millones de euros, así como dos áticos y cinco locales comerciales en Puerto Banús, los dejaba para Bárbara. Habían llegado a este acuerdo tras arduas negociaciones hasta altas horas de la madrugada en la mesa de camilla de la cocina de doña Rita. El casorio falso, aunque legal, iba también a poner la balanza a favor de Bárbara. Eso sí, con el acuerdo tácito de que en dos años se divorciarían» (La diosa del ladrillo, págs. 177-178) .


  

viernes, 1 de enero de 2016

6. Doña Adela (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

6. Doña Adela


«Doña Adela disfrutaba enormemente fisgando en noches como esta, por el ojo de la antigua cerradura, a su hijo haciéndole el amor a las sirvientas, y en especial a la que ella consideraba todo un "guayabo colombiano". Tenía un doble pellizco en el alma, y era que aún no había podido ver cómo poseía a Carla, que todavía se le resistía, y a Bárbara, que ni siquiera le permitía un simple morreo. en estas cavilaciones podía pasar doña Adela horas y horas, con la mirada y todos los sentidos puestos en las batallas carnales de su hijo con la aniñada y escultural Valentina, como también había hecho con anteriores criadas. Pero la joven colombiana despertaba un morbo especial en doña Adela. Era tan frágil y mimosa, y gemía con tanta pasión y naturalidad que le aseguraba que Paquitín era todo un macho, tanto o más que su padre» (La diosa del ladrillo, pág. 165).


5. Don Leocadio (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

5. Don Leocadio


«Don Leocadio se mostraba muy nervioso y bastante exaltado. Empezó a dar vueltas por toda la habitación con la respiración entrecortada. Necesitaba algo. Todos lo miraban con cierta preocupación. De pronto se montó de nuevo en el sillón de barbero, tras su escritorio, y alargando el brazo pegó un tirón del cajón inferior. Sacó un frasco de vidrio negro; era un bote de colonia con la inscripción Crocodile. Con un fuerte giro, despegó la base del mismo. Se trataba de un bote falso que aunque tenía colonia, la base se podía despegar para esconder cualquier sustancia. Cogió la parte superior para rociarse algo de perfume por el cuello y la coronilla y, separando la base meticulosamente, empezó a rociar cocaína sobre la mesa» (La diosa del ladrillo, pág. 85).