12. Al paredón
«El Raimundo miraba con expresión de júbilo a la apelmazada
audiencia que tenía a escasos metros del estrado donde él y sus
concejales, sentados cómodamente ante la mesa presidencial,
esperaban dar comienzo al ansiado pleno. Los tres miembros
de la oposición habían rechazado sentarse en la mesa adya-
cente, con lo que permanecían sentados en la primera fila de
butacas, entre los asistentes, junto a un don Leocadio con
cara de pocos amigos e impaciente por provocar en la sesión
la mayor ofuscación y anarquía posibles. Se acercaba la hora
determinada, las ocho y media de la noche, y el Raimundo
dio unos enérgicos golpes con su índice al micrófono para
comprobar la disponibilidad del mismo, continuando con
unos repetidos y musicales «síes» como si estuviera afinando
la voz para cantar con un grupo musical. El tronido de su
voz, seca y aflautada, le hizo sentirse seguro, trasladándole a
sus gloriosos tiempos de concejal de festejos del pueblo, a
aquellos tiempos en los que se subía al destartalado remolque
agrícola del tractor sobre el que se colocaba el conjunto
musical para amenizar las fiestas patronales y que él frecuentaba, tanto como encargado de dar los avisos pertinentes
sobre las actividades del día siguiente como para proclamar
a las reinas de las fiestas y a sus respectivas damas de honor
o anunciar o notificar cualquier estupidez u ocurrencia que le
hiciera subir allí arriba, sobre la chapa crujiente, para sentirse
también el rey del pueblo durante los tres días de duración
de la feria. Para él este acto era lo mismo, incapaz de advertir
el diferente calado y su mayor trascendencia. Ahora en vez
de verse en el descolorido y abollado remolque del viejo
tractor, se encontraba en una tarima, en una plataforma que
le sabía a pedestal y tribuna donde sólo los mejores, los más poderosos y los más importantes tenían un sitio. Él además
estaba en medio; era el jefe, era el alcalde. Por fin le había
llegado el día, la hora y la oportunidad de poder lucirse ante
una audiencia tan multitudinaria.
—Para que luego digan que este pueblo no suena y que
uno no es «nadie» —masculló al oído de su más inmediato
concejal, el de medio ambiente, Telesforo, que aterido de
miedo permanecía rígido como una estatua de yeso» (La diosa del ladrillo, pág. 285).
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