La diosa del ladrillo

sábado, 16 de enero de 2016

12. Al paredón (La diosa del ladrillo, editorial Dauro)

12. Al paredón


«El Raimundo miraba con expresión de júbilo a la apelmazada audiencia que tenía a escasos metros del estrado donde él y sus concejales, sentados cómodamente ante la mesa presidencial, esperaban dar comienzo al ansiado pleno. Los tres miembros de la oposición habían rechazado sentarse en la mesa adya- cente, con lo que permanecían sentados en la primera fila de butacas, entre los asistentes, junto a un don Leocadio con cara de pocos amigos e impaciente por provocar en la sesión la mayor ofuscación y anarquía posibles. Se acercaba la hora determinada, las ocho y media de la noche, y el Raimundo dio unos enérgicos golpes con su índice al micrófono para comprobar la disponibilidad del mismo, continuando con unos repetidos y musicales «síes» como si estuviera afinando la voz para cantar con un grupo musical. El tronido de su voz, seca y aflautada, le hizo sentirse seguro, trasladándole a sus gloriosos tiempos de concejal de festejos del pueblo, a aquellos tiempos en los que se subía al destartalado remolque agrícola del tractor sobre el que se colocaba el conjunto musical para amenizar las fiestas patronales y que él frecuentaba, tanto como encargado de dar los avisos pertinentes sobre las actividades del día siguiente como para proclamar a las reinas de las fiestas y a sus respectivas damas de honor o anunciar o notificar cualquier estupidez u ocurrencia que le hiciera subir allí arriba, sobre la chapa crujiente, para sentirse también el rey del pueblo durante los tres días de duración de la feria. Para él este acto era lo mismo, incapaz de advertir el diferente calado y su mayor trascendencia. Ahora en vez de verse en el descolorido y abollado remolque del viejo tractor, se encontraba en una tarima, en una plataforma que le sabía a pedestal y tribuna donde sólo los mejores, los más poderosos y los más importantes tenían un sitio. Él además estaba en medio; era el jefe, era el alcalde. Por fin le había llegado el día, la hora y la oportunidad de poder lucirse ante una audiencia tan multitudinaria.
—Para que luego digan que este pueblo no suena y que uno no es «nadie» —masculló al oído de su más inmediato concejal, el de medio ambiente, Telesforo, que aterido de miedo permanecía rígido como una estatua de yeso» (La diosa del ladrillo, pág. 285). 


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